El Guante


El Guante

Desde que estaba en la prepa la frase “el guante” tuvo siempre una connotación sexual. Todos mis compañeros decían que iban a echar “guante” cuando en realidad iban a disfrutar de un delicioso pero simple faje. En ese entonces muchas de mis amigas y yo aún no sabían lo que era un guante o un faje, y nos sentábamos a platicar con las más experimentadas para imaginar qué se sentía. 

No fue sino hasta casi 16 años después que yo descubrí otras bondades del tan mencionado guante. La experiencia fue inolvidable, no sólo porque fue la primera vez que lo experimenté, sino por quien perfeccionó la técnica.

Desde el primer día que vi al dueño del guante me atrapó. Algo había en su mirada, en su sonrisa, en la energía que proyectaba que me cautivó en el instante que nuestras miradas se cruzaron. En apariencia cualquiera podía decir que era un hombre común y corriente, pero no para mí, y menos tras aquel episodio con el guante.

Fue en nuestra cuarta o quinta cita. A diferencia de las anteriores, esta la habíamos planeado casi una semana antes. Por alguna extraña razón él estaba más entusiasmado que de costumbre. Minutos más tarde yo iba a descubrir el por qué. 

Llegó como siempre, poco antes de la media noche; era como un visitante furtivo que poco a poco llenaba mi soledad. Esa noche se veía mejor que de costumbre, había un brillo en sus ojos muy distinto, su sonrisa se desplegaba como la de un niño de cinco años que está a punto de cometer una travesura. Desde el momento en que bajó del coche me cautivó con su mirada, me jaló hacia su cuerpo y me besó sin importar que los vecinos estuvieran mirando. Esa fue la primera sorpresa de la noche, nunca antes lo había hecho y nunca más lo volvió a hacer. 

Entramos al a mi casa y yo tenía preparados los vasos para servir su ya clásico ron blanco y mi vino afrutado. Él me miraba distinto, como intentando penetrar mis pensamientos, invadir mis fantasías y conquistar mis emociones. Nos sentamos en la sala, uno al lado del otro, sintiendo nuestras manos rozar una a otra igual que nuestras piernas.

No sé cuanto tiempo pasó entre una copa y la siguiente. Fue cuando me levanté a servir la tercera que él se fue detrás de mi sin que yo pudiera percibirlo. Estaba de espaldas a la puerta de la cocina, cuando sus manos rodearon mi cintura y su boca empezó a besar mi cuello. Él no lo sabía aún, pero mi reacción le indicó que aquel movimiento era el indicado para seducirme, para hacerme suspirar por no gemir. 

Mientras yo reclinaba mi cabeza sobre su hombro para que sus besos llegaran más allá de mi cuello, sus manos se metían por debajo de mi blusa, intentando levantar el corpiño de encaje que cubría mis senos. Sus palabras no sólo llenaron mis oídos, sino también mi deseo y echaron a andar mi lívido “Me encantas… No sabes cuánto te deseo.” Y sus manos bajaron por mi vientre para después acariciar mis nalgas.

Me estaba derritiendo, podía sentir un pequeño goteo entre mis piernas al tiempo que el interior de su bragueta se endurecía conforme lo frotaba más sobre la hendidura de mis nalgas. Un beso fue el final de aquel excitante momento. Un beso que llegó a rozar la comisura de mis labios y me hizo girar para verlo de frente y morder sus labios, intentando atrapar su lengua dentro de mi boca. 

“No sé por qué me excitas tanto.” 

“Tal vez por lo mismo que tú me excitas a mi.” Le respondí alejándome un poco para continuar con la tarea que sus caricias interrumpieron. 

Él se quedó ahí, junto a la puerta de la cocina observando mis movimientos y esperando el momento preciso para su siguiente asalto.

Caminé hacia el bote de basura, y en el momento en que me incliné para levantar la tapa, sus manos de nuevo se apoderaron de mi cadera, sobando mis nalgas y jalándolas hacia su cintura. Me enderecé y nuevamente sus besos empezaron a cubrir mi nuca, esta vez ayudando por una de sus manos que movía mi cabello de un lado a otro permitiéndole sentir mi piel libre de cualquier obstáculo. 

“Te tengo una sorpresa.” Me dijo así, sin permitirme virar para mirarlo.

“¿En serio?” 

“Sí… Espérame en la sala.” 

“Pero…” 

“Sht sht… Tú espérame en la sala. Ahorita te alcanzo.” 


Obediente salí de la cocina con los vasos en la mano y me senté de nuevo en el sofá que siempre ocupábamos. Él permaneció oculto en la cocina, completamente de espaldas, impidiéndome ver qué hacía o qué preparaba. 

No lo puedo negar, mi nerviosismo y excitación hacían zigzaguear mis pensamientos, tanto, que al escuchar el sonido de algo parecido a una envoltura de celofán me hicieron ponerme en guardia “¿Qué está sacando?” Yo nunca he sido partidaria del uso de drogas bajo ninguna circunstancia, y tampoco lo iba a ser en ese momento. Mi razonamiento estaba intentando encontrar las palabras precisas para abordar el tema, cuando apareció frente a mi ocultando una de sus manos. 

Mi excitación se convirtió en temor. Si bien es cierto que él y yo teníamos algunos meses conociéndonos, no eran suficientes para saber si mi paranoia era correcta.

 “Acuéstate en aquel sillón.” 

 “¿Cómo?” pregunté, sin dejar de mirarlo. 

 “Sí… Acuéstate allá…” 

 “¿Qué traes ahí?” 

 “Es una sorpresa, ya te lo dije.” 

 “¡¿Pero qué es?!” sé que mi tono le indicó mi temor y no le quedó más remedio que mostrarme su mano. 

 “Es un guante… ¿qué pensabas?” 


Efectivamente, su mano derecha estaba cubierta por un guante de látex… Mi semblante cambió completamente, le sonreí y me recosté en el otro sillón. Él se acomodó cerca de mis pies.

“La última vez que estuve aquí, me di cuenta que disfrutaste mucho cuando mis dedos te estaban tocando… Por eso hoy quise traer esto…” 

Yo lo miraba sin saber lo que iba a suceder, lo podía imaginar, pero nunca el placer que estaba a punto de experimentar. Me pidió que me quitara los pantalones y que abriera mis piernas. Lo hice. Él se acercó más y sus dedos cubiertos por el guante empezaron a explorar los labios de mi vulva. Para él fue una sorpresa descubrir que mis labios ya estaban húmedos antes de tocarlos. 

“¿Pero qué es esto? Bebé, ¡estás empapada!” 

 “Sí… Así me dejaste después de lo de la cocina.” 

Y sus dedos empezaron a acariciar mis labios, haciéndome gemir. 

 “¿Te gusta?” 

 “Sí… mucho…” 

 “Se ve… Me encanta cómo te pones… ¡Bebé, estás muy excitada!” 

 “Aja…” 


Cerré los ojos, quería disfrutar aquello, sentir sus dedos jugueteando sobre el vello que cubría mis labios, sentirlos deslizarse dentro de ellos hacia arriba y abajo. Con cada caricia la cuenca formada entre mis labios aumentaba, permitiéndole llegar más y más adentro, hasta que dos de sus dedos lograron cruzar la frontera penetrándome. 

De manera inconsciente mis manos empezaron a jugar con mis pezones, a pellizcarlos, apretarlos y jalarlos mientras mi cadera subía y bajaba en un vaivén que él también estaba disfrutando. 

 “Bebé… ¡Que rico…! ¿Te encanta, verdad?” 

 “Aja…” 


Era todo lo que podía decir, monosílabos. La penetración de sus dedos llegando hasta el punto más sensible y oculto de mi cuerpo, la fricción de los mismos al entrar y salir, y el jugueteo de su dedo pulgar sobre el punto más sensible y descubierto entre mis piernas me hacían gemir y gritar. El movimiento de mis caderas se convirtió en un tremor constante que se alienaba de manera perfecta al movimiento de sus dedos entrando y saliendo por mi vulva.

Estallé dos veces más y su sonrisa me lo dijo todo. Quedé lánguida, tendida sobre el sillón mientras él me miraba extrañado. 

 “Me encanta que te pongas así.” 

Me levanté y brinqué a sus piernas intentando despojarlo de su ropa, pero sus manos me detuvieron. 

“¿Qué? ¿Por qué no?” 

“Porque no.” 

“Pero es que ahora yo te quiero hacer sentir lo mismo.” 

“No… Ya lo hiciste.” 


Sus labios cubrieron mi boca sin dejarme decir palabra y el brillo de sus ojos no desapareció en el resto de la noche.





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