Fetiche


Fetiche

No existe mujer en este planeta que abra su clóset y se vista con la primera prenda que tiene a la vista o a la mano. Eso es genéticamente imposible, y mucho menos cuando se trata de elegir un atuendo para una reunión, una cita romántica, o la posibilidad de encontrar al futuro pretendiente en un bar. Esa, la última, es la más difícil de todas.

Te colocas a un extremo del espacio cerrado, y empiezas a pasar los ganchos, uno por uno sobre el tubo, dizque revisando cada prenda, pero como te las sabes de memoria sólo les das un vistazo y continúas con la siguiente. Así, haces que los ganchos recorran unas diez veces el tubo de ida y vuelta, como si fueran un par de manos delicadas acariciando un pene al masturbarlo. Poco antes de llegar al momento climático, tus ojos descubren la prenda idónea: cómoda, ligera, práctica, pero sobre todo sensual; esa que se amolda a la perfección desde tus tobillos, subiendo por la pantorrilla, las corvas, ensanchándose en los muslos, encajándose en las ingles y acariciando dos de las partes más vulnerables de tu cuerpo. Esos leggins de licra son la elección ideal, y ese detalle de encaje ancho que enmarca los flancos de tus piernas es irresistible, tanto que si alguien llega a traspasar la línea donde se pierden los muslos para convertirse en cadera, puede darse cuenta que no llevas ropa interior gracias a su transparencia. Además son el complemento impecable para esa blusa estraples, de corte imperio que no sólo te permite mostrar la sensualidad de tus hombros; así como los mallones se amoldan a tus piernas, de la misma forma la parte superior del blusón se pega a tus senos marcando su redondez y volumen. Los motivos plateados sobre el blanco perla brillan con los reflectores de manera casi sincronizada, cayendo de manera amplia hasta la mitad de tus muslos. Claro que con ciertos movimientos sabes que esa orilla puede trepar hasta el punto en que deseen ver más. 

Con el mismo gozo y emoción, tomas las sandalias negras con tacón de aguja que te hacen sentir más segura y cómoda, dejando ver que tus dedos llevan ese detalle de coquetería en color rojo sangre sobre las uñas, mismo color que llevas en la manos y en los labios. Ese es el último toque, esa tintura labial que hace voltear a todos, deseando probar tu boca. Segura de ti misma, tomas el pequeño bolso donde llevas lo esencial: dos o tres productos para retocar tu maquillaje, un pequeño espejo de mano, dinero, las llaves, los cigarros y el ahora inseparable, co-dependiente e indispensable celular.

Son las 11:00, el lugar no se ha llenado ni a la mitad de su capacidad, pero es la hora perfecta para que puedas ocupar tu lugar preferido. Cruzas el espacio que más tarde se ocupará como pista de baile y llegas al semi gabinete que se encuentra en la esquina formada por el ventanal de la terraza para fumar, y la pared que colinda con el pasillo de los baños. Cualquiera podría decir que es la mesa más escondida del antro, pero para ti es la más estratégica, pues no sólo observas absolutamente todo el espacio, también te evitas el sentir por tu cuerpo varias manos extrañas cuando intentas cruzar hacia los baños o el área de los fumadores. 

Obviamente, como es costumbre para poder ocupar esos lugares privilegiados tienes que ordenar una botella, misma que por lo general Eloísa y tú jamás se terminan, y acaban por regalársela a los pubertos que sólo pueden pagar una cubeta de cervezas, esperando con ello agarrar la peda de su vida.

Las 12:00, Eloísa no llega. Gracias a las voces que se han incrementado y la música del lugar, no escuchaste las 5 llamadas perdidas de tu amiga, y el mensaje de voz que te dejó en su último intento “Amiga, berdóname, me siento de la fregada. Me dio una pinche gdipa que no manches, sorry por no cancelarte antes, bero dont worry, ya ves que mi pdimo Juan Carlos está aquí, pues te va a alcanzar. Ahí te lo encargo, te quiero.”  Y justo cuando estás por borrar el mensaje escuchas otra voz

–Hola, soy Juan Carlos, el primo de Eloísa.

Levantas la vista para encontrarte con una perfecta dentadura blanca, enmarcada por una amplia sonrisa, que termina en unos pómulos que sostienen unas gafas a las que a penas y puedes verles los aros. Devolviéndole la sonrisa, estiras tu mano para tomar la de él, que ha extendido para presentarse, y con un discreto movimiento la jalas invitándolo a sentarse a tu lado.

–Hola, mucho gusto…

–Está padre el lugar, ¿eh?

–Sí, la verdad uno se la pasa muy bien aquí… No sé que tomas, pero Eloísa y yo por lo general tomamos whisky y pedí una botella.

–Está perfecto, yo también tomo whisky.

–Y ¿de dónde eres?

–De aquí… ¿por?

–Ah, es que como Eloísa me dijo que estabas aquí, como que entendí que venías de fuera.

–No, lo que pasa es que estoy estudiando una maestría en el extranjero.

–Wow, que interesante.

–Sí… Aunque la especialidad no lo sea tanto.

Y su conversación se ve interrumpida por el mesero que llega con el servicio que pediste: una botella de Johnny Walker etiqueta negra, la hielera, dos botellitas de agua mineral, 3 latas de 7Up, un vaso jaibolero y otro old fashion. Juan Carlos no puede dejar de extrañarse al ver tus mezcladores.

–¿Seven Up?

–Sí… – y mientras le explicas, como todo buen caballero empieza a preparar tu bebida –Es que si me lo tomo solo, o en las rocas, me baja la presión, y así pues ya se compensa… Pero sabe rico ¿eh?

–No lo dudo…

Te entrega el vaso, y a falta de agitadores, metes tu dedo índice entre los hielos para mezclar bien las dos bebidas. Después, de manera inconsciente en lugar de usar una servilleta para secar tu dedo, lo metes a tu boca, succionándolo para quitarle el exceso de alcohol. El movimiento de tus labios no pasa desapercibido por tu recién conocido acompañante, quien no puede dejar de mirar ese rojo sangre que resalta en tu rostro.

–Pues salud, ¿no?

Y tus palabras lo sacan de su embelesamiento. Juan Carlos toma su vaso para brindar contigo.

–Por Eloísa, para que mi amiga se recupere pronto.

–Por mi prima… Pero ¡hey! Viéndome a los ojos.

–¿A los ojos? ¿Por qué o qué?

–Porque si no, son 7 años de mal sexo.

–¡Ah no! Eso sí que no

Y las dos miradas se quedan enganchadas mientras cada uno da un sorbo a sus respectivos vasos. Es él quien rompe el contacto por un segundo para volver a ver tus labios, y es cuando te das cuenta que es momento de retocar tu maquillaje.

–Ahorita vengo… Voy al tocador –es ese movimiento al pararte del sillón, el que sabes que hace que la orilla del blusón se levante por arriba del nacimiento de tus nalgas, atrapando la atención de Juan Carlos. Como si nada ocurriera, caminas hacia el pasillo de los baños, mientras él continúa viéndote enganchado por la pieza de encaje y como si tus piernas fueran un imán para su mirada

–¡Fuck!

De regreso del baño, vuelves a caminar recta, como partiendo plaza, sabiendo que Juan Carlos no deja de mirarte. Además de retocar tus labios, también lo hiciste con tus senos, acomodándolos dentro de las copas de la blusa para que resalten fuera de aquel escote prominente. Lo que no sabes es que sus ojos no se dirigen a tu torso, sino a ese par de piernas cubiertas por los leggins que lo empiezan a volver loco.

Al llegar nuevamente al gabinete, en lugar de sentarte casi de lado para poder entrar y acomodarte, reposas una tus rodillas sobre el asiento, para inclinarte un poco sobre él, y tratar de incitarlo con la cercanía de tu piel. Mientras te acomodas, él sólo sonríe y frota las palmas de sus manos sobre sus muslos, intentando contener su deseo por tocarte y su nerviosismo.

–Que rápido se lleno, ¿no?

–Sí… Como que la gente llegó de golpe.

–Por eso siempre me vengo temprano… Bueno, llego temprano…

–Sí, sí te entendí…

Un silencio incómodo que aprovechas para darle otro trago a tu bebida, pero esta vez más largo y profundo. Él te imita, pero su mirada sigue clavada en tus muslos, en lo poco que alcanza a ver entre el lindero de la mesa y el sillón.

–Me gusta este lugar… Me refiero a esta mesa… Está muy bien ubicada.

–Sí… Puedes ver todo, y a la vez, casi nadie te ve.

Simulando que se asoma hacia uno y otro lado para comprobar tus palabras, Juan Carlos aprovecha para acercarse un poco más a ti, y sentir tu muslo rozando el suyo.

–¡¡Uff!! –su expresión es casi inconsciente

–¿Te pasa algo?

–No… –pero su actitud corporal es diametralmente opuesta a sus palabras. Con una sonrisa nerviosa vuelve a tomar su vaso para darle otro trago, mientras tú, coqueta y arbitrariamente pones tu mano sobre su pierna. Al contacto, Juan Carlos te voltea a ver dejando su vaso en la mesa antes de que llegara a sus labios.

–Tranquilo… No pasa nada…

–Eso dices tú…

–Entonces dime… ¿qué te pasa?

–Nada… No quiero decir algo que te haga sentir incómoda, o que pienses que te estoy faltando al respeto… En serio… Mejor dejémoslo así.

Con el murmullo causado por las voces, la música ha subido de volumen, haciendo casi imperceptibles las frases que pronuncian, por lo que te reclinas hacia él, para hablarle cerca del oído.

–¿Y por qué voy a pensar eso? –sin embargo tu torso no regresa a su lugar, y se queda ahí, casi pegado al de él esperando la respuesta, mirándolo a los ojos, orillándolo a hablarte al oído mientras uno de sus brazos se pasa por tu espalda, abrazando tu cintura.

–Porque me atraes mucho, pero no quiero regarla, y mucho menos que pienses que soy un lanzado.

Ahora es su rostro el que queda cerca del tuyo, puedes sentir su respiración sobre tu boca, el calor de su mano en tu cuerpo, y las ganas y el deseo que se desprenden por sus poros. Sin pensarlo dos veces acercas tus labios a los suyos, y lo que empieza como un tibio, cándido y tenue beso, se convierte en una entrega apasionada de las dos bocas, entrelazando sus lenguas; primero dentro de él, y después dentro de ti. La mano que tiene en tu cintura, no pierde el tiempo, y baja rápidamente hacia tus nalgas, acariciándolas delicadamente, es más una caricia a la prenda de ropa que a tu cuerpo, y de la misma manera su otra mano empieza a internarse en medio de tus muslos, frotando la parte interior, pero igualmente sintiendo más la tela que la humedad que empieza a formarse entre tus ingles.

–No empieces algo que no vas a terminar…

–¿Cómo…?

–Sí… Si me calientas de esta forma, es porque vas terminar lo que estás empezando… No soy una niña de secundaria para que me dejes con el boiler prendido sin meterte a bañar.

Juan Carlos no puede evitar la carcajada.

–Tenía años que no me decían eso… Bueno más bien, que no lo escuchaba.

–Es la verdad, ¿o a ti te gusta que te dejen así?

–No… Por supuesto que no.

Tras cerrar la puerta de tu casa, avientas la pequeña bolsa sin importar en donde caiga. Tus labios siguen pegados a los de Juan Carlos, y esta vez sus manos recorren tus nalgas y tus muslos como queriendo ser parte de tu ropa. En tu desesperación y deseo, desabrochas su camisa, y sin soltarlo lo vas guiando hacia tu recámara. Ahí, quieres desnudarte.

–¡No!

–¿Por qué no?

–Por favor… No lo hagas… Déjame gozarte así…

Tu extrañeza no puede ser más grande, sin embargo le sigues el juego, y te acomodas en la cama boca arriba tal y como él te lo pide, con tus pies rozando el borde de la cama.

–¡¡Uff!! Que maravilla… No sabes todo lo que estoy sintiendo…

Lo miras, y por tu posición no puedes evitar ver su bragueta ya abultada.

–Creo que sí lo sé –y la señalas. Él vuelve a sonreír, con esa sonrisa mágica que te atrapó desde el primer segundo que lo viste. Ahí, parado frente a ti, se deshace del resto de su ropa, dejando los pantalones y los boxers botados en el suelo.

Sentado sobre sus rodillas en medio de tus piernas, empieza a tocar una de tus piernas lentamente, provocando que sea la tela quien te acaricie y no sus manos. Su contacto es suave, lento, sube y baja por tu pantorrilla, y apenas llega a traspasar la rodilla. Luego, hace lo mismo con la otra, esta vez sobre la pieza de encaje que roza tu piel produciendo una nueva sensación que te eriza por completo. 

–Tú no lo sabes pero… tengo un delirio impresionante por los leggins… Es un fetiche que tengo… Y no puedo resistirme cuando veo a una mujer en ellos.

–¿En serio?

Su respuesta es física, sólo asiente y su rostro empieza a clavarse en medio de tus muslos, jugueteando con la punta de su nariz en el lindero de tus labios vaginales.

–Estás empapada… –y su rostro se hunde un poco más sólo para empujar la tela dentro de tus labios y que esta sea la que roce tu clítoris. Dejas escapar un gemido, de esos que empiezan a brotar antes del orgasmo. Mientras su cara sigue rozando tus labios, sus manos continúan acariciando el encaje de los costados, y tu piel no deja de erizarse.

Por fin vuelves a ver su rostro.

–Voltéate… Boca abajo…

Sin decir nada, obedeces, no sin dejar de ver la fuerte y prominente erección que le has provocado.

Una vez boca abajo, sus manos de inmediato se pasean por tus nalgas, tocándolas, acariciándolas, juntándolas, apretando la carne entre sus manos, como quien intenta amasarla. Te muerdes los labios como si con eso pudieras contener la oleada de placer que te está inundando, e inconscientemente tu cadera se levanta un poco ofreciéndosela a este hombre casi desconocido que te está haciendo llegar a lugares desconocidos y sin límite de placer. Juan Carlos acepta la invitación, y por fin coloca su mano en la entrada de tu vagina sintiendo no sólo las pulsaciones que preceden al éxtasis, sino también el manantial que se ha formado entre tus labios y que es detenido por la tela.

–¡Cógeme! ¡Por favor, te lo suplico, cógeme!

Sin permitir que cambies de posición, sus manos agarran la tela de tus leggins por los costados para casi arrancarlos de tu cuerpo y dejarlos a la altura de tus tobillos. Tú intentas zafarlos, pero su voz te detiene

–¡No! No te los quites… Así déjalos…

Colocándose en cuatro detrás de ti, y con su pecho sobre tu espalda, sus manos se cuelan por debajo de tu blusa para por fin tocar tus senos. Su lengua recorre tu espalda, desde el nacimiento de tus nalgas hasta la orilla superior de tu blusa, y estando así sientes su erección en medio de tus muslos, sientes la punta de su pene abriéndose camino entre tus labios sin penetrarte aún. Sus manos te jalan hacia su cuerpo, quedando los dos hincados, tú casi sentada sobre sus muslos y sintiendo su rigidez en medio de tus nalgas. Sus manos siguen jugando con tus pezones, erectos, hinchados, a punto de reventar, y sus labios se pasean por tus hombros, lamiendo, besando, mordiendo.

–¡Me voy a venir…! ¡Me quiero venir mientras me coges!

De un tirón te saca la blusa. Separándose de ti, te hace girar para verte de frente, con la misma fuerza con que bajó tus leggins ahora te abre los muslos para ver por fin el inicio del camino que recorrerá hasta tu interior.

–Acuéstate…

Como lo has venido haciendo, lo obedeces, y de una manera casi mágica se escabulle en medio de tus piernas, dejando tus tobillos aún semi-amarrados por los mallones, abrazando su cintura. Su torso se acerca al tuyo, y por fin puedes sentir cómo te penetra lentamente, con cautela, deslizándose dentro de ese canal que no ha dejado de escurrir desde el primer beso.

–¡¡Uff!! Que rica estás… Se siente delicioso…

Pero tú no puedes responder, los gemidos se tragan tus palabras, así como las de él se ahogan al momento de morder, chupar y besar tus pezones. Tu orgasmo es inminente, te abraza como la velocidad con que se desgaja una avalancha, y Juan Carlos al sentirlo cambia el ritmo para no dejarlo morir, para no dejarlo escapar, y conseguir que sean dos o tres continuos, sin darte respiro alguno. Tu cadera se mueve a su ritmo, con su misma cadencia, y con la misma intensidad de tus gemidos que no cesan al igual que las contracciones de tus orgasmos tomando su virilidad como tu prisionera.

–¿Cuántos fueron?

–No lo sé… Perdí la cuenta…

Acurrucada en sus brazos, volteas a ver las puertas del clóset.

–¿Te digo algo?

–Dime…

–Nunca pensé que unos mallones me pudieran hacer sentir esto… Te juro que desde hoy los voy a usar diario.

–Entonces tendré que venir diario a acariciarlos.



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