Por el espejo


Por el espejo

–Yo... bueno, en realidad soy dentista, pero desde hace como seis años manejo un taxi.

–Dentista... Entonces, conoces muy bien los placeres que da una boca –me respondió con esa voz cachonda que tienen todas las viejas que hablan en las Hot Lines, y yo, como pendejo, solté una estúpida risa nerviosa, era la primera vez que marcaba, ni siquiera sabía qué me iban a decir.

–Bueno, pues sí... pero no creas que tanto. Sólo me dediqué a mi carrera por unos años, y en el 94 cuando la devaluación, tuve que quitar el consultorio. Estaba muy endrogado con material y no me quedó de otra. Así que pues me puse a manejar mi taxi.

–¿Y qué otras cosas manejas?

–¿Cómo?

–Armando... ¿qué estás haciendo mientras platicas conmigo?

–¿Eh? Pues... estoy acostado.

–¿No estás pensando en mí? ¿En cómo soy? ¿En lo que estoy haciendo mientas pienso en ti?

¿Qué le contestaba? Claro que sabía lo que quería oír, pero apenas llevábamos dos o tres frases intercambiadas como para entrar en acción.

–¿Quieres que te diga cómo soy?

–No... Mejor dime... ¿cómo estás vestida?

Así empezó nuestra conversación; a los pocos minutos de nuestra primera plática, la vieja ya había hecho que se me pusiera dura. Y no sólo por su voz, sino por todo lo que me decía. La verdad, después de que colgué esa primera noche me puse a pensar si tienen algo escrito que están leyendo o si de plano dicen lo que se les ocurre. Porque a mí a veces no se me ocurría nada, ella era la que me decía todo, y de vez en cuando me preguntaba dónde tenía mis manos o si me estaba puñeteando con otra cosa. No lo voy a negar, la curiosidad me ganó, por eso fue que llamé la noche siguiente. Quería saber si otra de las operadoras me decía lo mismo que ella. Pero me contestó la misma voz.

 –¿Armando?

  –Sí, soy yo.

 –Me encanta que hayas hablado de nuevo.

 –¿Sí, y por qué?

 –Porque me gusta escucharte cuando te vienes. No me había tocado oír a alguien como tú.

  –De seguro eso le dices a todos los que llaman, ¿no?

   –No. Yo sólo digo la verdad.

La verdad, esa noche yo también empecé a engolar la voz, a hablar con un tono más cachondón, como si la tuviera ahí junto a mí y la quisiera seducir.

 –Cuéntame, ¿pensaste en mi durante el día?

  –Pues... no mucho.

  –No mucho... ¿y en los pocos momentos en que lo hiciste, en qué pensabas, qué te imaginabas?

   –Que cuando me estabas calentando, estabas leyendo algo.

  –¿De veras piensas que esto es tan falso?

    –No sé, dímelo tú.

   –Si fuera así de falso y frío como dices que imaginas, no hubieras llamado de nuevo.

   –Por eso lo hice. Quería que otra de tus compañeras me contestara para ver qué me decía.

  –Te puedo asegurar que nadie lee nada mientras estamos con los clientes. Sería como seguir un manual de instrucciones mientras te estás cogiendo a alguien.

 –Sí, tienes razón.

 –Es lo mismo en la Hot Line. Al igual que tú, necesitamos usar nuestra imaginación, nuestro cuerpo, para que ustedes puedan sentir lo mismo que nosotras sentimos.

 –¿O sea que, en serio te... tocas cuando estás con tus clientes?

   –No con todos... Sólo con los especiales.

 –¿Y quiénes son los especiales?

 –Los escépticos, como tú.

Por supuesto que no le creí, nada más le seguí el juego para ver hasta dónde era capaz de llegar con tal de retenerme en la línea y conseguir que me viniera. La chava sabía lo que hacía, no tengo idea si son tipas que sacan de puteros o niñas que se quieren ganar una lana y son re buenas para aventar choro. Porque la verdad, Lucía sí es muy buena en eso.

 Después de mi tercera llamada no era necesario pedir con ella. Me imagino que tienen un identificador de llamadas, porque ella era la que siempre respondía en cuanto apretaba la opción número 5 en el conmutador electrónico que era “para escoger a tu chica caliente marca 5”. Ni siquiera me daba chance de apretar la opción 7, que era la de ella.

–¿Por qué siempre me contestas tú?

 –Porque te la pasas muy bien conmigo y sé que te gusta lo que te digo, ¿o no?

 –Pues sí, pero... se me hace muy raro. ¿Cuántas chavas son?

  –¿Trabajando aquí? Diez... Al menos en este turno.

   –Órale, ¿pues cuantos turnos tienen?

   –Hay servicio las 24 horas del día.

   –¿Y tú a qué hora entras?

 –A las diez de la noche, ¿por qué, me quieres invitar a salir?

  –No.

 –Armando, no me digas mentiras. Te aseguro que cada vez que se sube una mujer joven a tu taxi piensas que puedo ser yo.

No le respondí, le cambié la conversación para que empezara a hacer su chamba. No me gusta que me adivinen lo que pienso, siempre me ha dado mucho miedo eso y las mujeres parece que tienen una intuición muy cabrona para eso. No le iba a dar el gusto de contarle que el otro día estuve a punto de preguntarle a una chava si trabajaba de operadora. Es que la voz se parecía tanto a la de Lucía, que por poco y me quemo.

Desde que empecé a hablar con ella coloqué un espejo extra en mi tablero, muchos de los güeyes del sitio lo traían y me contaban todo lo que podían ver con él, pero a mí no me latía, se me hacía demasiado morboso además de una falta de respeto para las damas, pero Lucía supo despertar ese lado obscuro y perverso que todos los hombres y mujeres tenemos guardado.

 El día que lo puse, el “Don” me ayudó a pegarlo. Es experto en esas cosas, es más, el güey trae dos espejos además del lateral. Con uno, dice, puede verle los calzones a las viejas, y con el otro le encanta echarles el ojo cuando pasa un tope o por muchos baches porque las tetas se les mueven “re bonito”. Yo no le encontraba el chiste hasta que lo coloqué.

Mi primer viaje fue hasta Neza, ahí se estrenó el espejito. Se subió una chava que estaba dos tres, pero con unas teclas que la verdad sí se me antojaron.

Empezamos a platicar, no soy de mucha conversación, pero cuando los viajes son tan largos pues prefiero hacer plática a ir nada más callado. La chava iba de regreso a su casa, traía una blusita pegada pegada, sin escote, pero ese no era necesario. Agarramos el circuito y ya ves cómo está el pavimento, así que en cada brinco que daba mi vocho yo volteaba discretamente a ver el espejo, se le subían y bajaban como si estuvieran hechas de gelatina y yo me acordé de Lucía.

Ella dice que es talla C, que sus pezones son tan grandes como una moneda de diez pesos, y que se le ponen duros duros nada más con escuchar mi voz. Ya con eso yo también me pongo duro, y la chavita de Neza pues yo creo que por el estilo andaba. Apenas íbamos por ahí por la Raza cuando empezó a llover, y como no traía suéter, pues yo creo que le empezó a dar frío, ahí me acordé del Don: “No’mbre, lo mejor es cuando les da frío o se ponen nerviosas, porque se les botan las bolitas y se ven re sabrosas”. Sí, se veía sabrosa, y más me acordé de Lucía, porque ella dice que lo que más la excita es hacer una rusa y que sus pezones rocen la piel de mi pito para que pueda sentir lo duro que se ponen. Ese día en cuanto se bajó la chavita le marqué a Lucía, pero era muy temprano, así que mejor colgué y me esperé hasta la noche.

 –¿Por qué no me habías contado lo del espejito en tu taxi?

 –Pues porque no... Además no tengo mucho con él, como un mes.

  –Cuéntame, ¿qué tanto has visto por ahí?

   –Muchas cosas... Casi de todo.

 –¿Pa' qué? ¿A poco te gustan las mujeres?

  –No, pero quiero saber todo lo que tus ojos ven, quiero saber si te has excitado mirando a esas chavas o si has pensado en mí cuando las ves.

  –Pues sí, la verdad sí.

   –¿Sí qué...? ¿Sí te has excitado o si has pensado en mí?

  –Las dos cosas. Cuando las veo, me gusta pensar que eres tú y que te estoy espiando.

  –¿Te gustaría espiarme?

 –Sí, me encantaría ver cómo te desvistes y te tocas, cómo te masturbas antes de irte a dormir.

  –¿No preferirías mejor estar conmigo? Tocarme, poner tus manos en todos los lugares de mi cuerpo que te he mencionado que me ponen caliente.

  –Sí...

En serio que esa vieja no pierde el tiempo, pinche Lucía, no podemos tener una sola conversación en buena onda porque luego luego se pone cachonda. Su marido, si es que tiene, ha de estar feliz con ella. Qué suerte de ese cabrón.

 –Armando, ¿a qué hora me dijiste que empiezas a trabajar?

 –A las cinco de la mañana, ¿por qué?

 –¿Y dónde está tu sitio?

 –En el Auditorio, ¿a poco me vas a ir a ver?

–No, ya te dije que no puedo hacerlo. No nos podemos involucrar con los clientes.

 –Ay, Lucía, no manches, después de todo lo que sé de tu vida y tú de la mía, no me vengas con jaladas.

No respondió. ¡Soy un pendejo! Yo ahí de güey confiándole todos mis pedos y mi vida entera, y la puta vieja de seguro me ha dicho puras mentiras sobre ella. Es más, ese no ha de ser ni siquiera su nombre. De seguro es una pinche vieja gorda, fodonga con las chichis todas caídas y aguadas, y yo aquí de pendejo haciéndome puñetas todas las noches creyendo que es un cuero de vieja y que un día me la voy a poder coger de a de veras.

 Esa misma noche decidí no volver a hablarle, no me importa si ella se quedó esperando mis llamadas o no, aunque ojalá y sí me haya extrañado. Prefiero mil veces a las clientas que se suben al taxi, al menos mis ojos no me mienten y no me engañan, como aquella vez en que llegó Socorro.

 –Súbale al de hasta adelante, señorita. Ahorita sale.

El Don, por supuesto, ya se la quería llevar, nada más de pensar lo que iba a poder ver con sus espejitos se la pasó rogándome que le cediera el turno, pero ni madres, ésa era la mía. Me subí al taxi y la saludé muy educadamente.

    –Buenas tardes, ¿a dónde la llevo?

  –Vamos a tomar el periférico hacia el sur, por favor.

Arranqué, y noté que ella era la que me veía por el espejo, no sé si sabía lo que yo podía ver a través de él, pero no dejaba de mirarlo, hasta me sentí incómodo, tanto que ni siquiera la vi en el primer bache que pasamos.

   –¿Y su tarjetón?

Muy pocos clientes preguntaban por él, digo si tomaron el taxi en un sitio es porque es seguro, pero nunca falta el desconfiado, así que abrí la cajuelita y lo saqué.

   –Aquí está, mírelo. Lo que pasa es que luego nos los roban para andar asaltando, justamente. 

Lo que nunca, Socorro tomó el tarjetón y lo observó como si se lo quisiera aprender de memoria, eso me sacó mucho de onda. Aunque fuera vieja, uno nunca sabe lo que pueden traer en la bolsa. Por fin me lo regresó y cuando se inclinó pude ver perfectamente que se jaló la blusa para que el escote se le bajara y yo pudiera ver más el nacimiento de sus senos. Más nervioso me puso, yo ya no entendía si me quería ligar o qué pedo.

–Me llamo Socorro.

La vi por el retrovisor y sólo le pude decir lo clásico: “Mucho gusto”. Entonces, como que se acomodó en el asiento, pero la verdad fue que se movió para subirse la falda y poder abrir las piernas.

  –Armando...

No, no. No podía ser ella, estaba pendejo, tenía tan grabada la voz de Lucía en la cabeza que ya todas me sonaban igual.

  –Armando, ¿por qué no me quieres mirar?

¡Puta madre! Esa voz cachonda, melosa... ese era el típico modito que usaba la pinche Lucía cuando empezaba a ponerse caliente, y estaba sentada en el asiento de atrás. A huevo, era ella, era Lucía.

 –Te extrañé tanto que tuve que venir a buscarte, a verte, a saber si tú me extrañabas tanto como yo a ti. Quise comprobar con mis ojos como espías a tus clientas.

Mientras hablaba, por el espejo pude ver que se estaba tocando las tetas, con los dedos se estaba parando los pezones y las piernas las tenía más abiertas, enseñándome que no traía calzones. Cuando vi eso, no pude más, voltee a verla, pensé que el espejo me estaba engañando, pero no, la vieja se estaba masturbando ahí, en mi taxi.

–¿Por qué dices que te llamas Socorro?

–Porque ese es mi nombre verdadero... ¿Crees que con un nombre así algún hombre se va a excitar?

–No, pues no.

–¿Te gusta lo que ves?

–Sí... mucho.

–Armando... quiero que te toques, que sientas lo mismo que yo. Ahora yo quiero espiarte por el espejo... Por favor...

 –No manches, o manejo o me la jalo.

Estaba bien encabronado, le hubiera aguantado cualquier cosa, pero no eso. No que se trepara en mi taxi y me quisiera calentar sabiendo que no iba a poder hacer nada. Digo, si yo respeté su chamba, pues que ella respete la mía, ¿no?

 –Entonces, lo voy a hacer yo por ti... Sigue manejando.

¡Y la pinche vieja se sentó en el suelo, junto a mi asiento! Se subió la blusa y me agarró la mano para que le tocara las chichis... Sí, eran como me había dicho, igual de grandes, de duras, de ricas. Mientras yo se las apretaba, ella me metió la mano en el pantalón, me la empezó a tocar, a apretar, de por sí ya estaba medio dura, pero con su mano se me puso más todavía.

 –Llévame a un hotel. Quiero que hagamos todas nuestras fantasías realidad esta misma tarde. Quiero que me hagas todo lo que me decías por teléfono, que me toques y me muerdas como me lo decías cuando me llamabas. 

¡Me lleva la chingada! Apenas íbamos por Chivatito, el tráfico estaba de a peso y el hotel más cercano estaba hasta Viaducto. Me cae que siempre me la ponía bien difícil. 

  –¿Quieres tocarme más abajo?

Nada más la miré de reojo. Lucía Socorro se levantó un poco y pude meterle la mano. ¡Ah! Cuando toqué aquello, cuando sentí que mis dedos se resbalaban hacia adentro, no pude más. No pude más, me vine. Sí, así nomás, me vine y pendejamente cerré los ojos tomando la curva de Observatorio. 

 Por eso choqué, por andar de pinche caliente. Cuando desperté aquí en el hospital, Lucía no estaba, a huevo. Creo que en dos días me dan de alta, con todo y mi pata rota; lo bueno es que el seguro me va a pagar todo, lo único que no, son las llamadas a Lucía, esas sí me salieron como lumbre y todo para que ni siquiera me la pudiera coger bien. 


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