El Piso 30


El Piso 30

El Blue Martini parecía una buena opción para celebrar, y más en aquella época en la que sólo bebí Cosmos. El lugar estaba a reventar, entre empujones y sin saber claramente a dónde nos dirigíamos, logramos conseguir un espacio en la cabecera a de una de las barras, que funcionaban como estaciones para los clientes. La ley anti fumadores ya estaba en marcha, así que los únicos lugares para poder disfrutar de un cigarro eran la terraza o la puerta de entrada.

Jorge se fue a la barra por nuestras bebidas, y aunque Amanda y yo moríamos por un cigarro, nos esperamos a que regresara para no perder el lugar que fortuitamente habíamos encontrado.

Como buen antro de moda, el lugar estaba retacado de chavos entre los 21 y 30 años, así que nuestras expectativas de ligar eran casi nulas, a ninguna de las dos nos gustaba patear loncheras, y mucho menos cambiar pañales.

Jorge llegó con las bebidas y nos dimos cuenta que el dejarlo solo para ir a fumar iba a ser un error, pues detrás de nosotros varios chavitos nos vigilaban y acechaban como buitres a la presa, esperando que nos moviéramos al menos un centímetro para colarse en el espacio. Sin embargo, no pensaba abandonar el lugar sin dar la consabida “putivuelta” para analizar y revisar el ganado. Así que esperando que Amanda y Jorge pudieran resguardar mi espacio, me dirigí a la terraza pasando por en medio de aquel gentío. Tanto mis senos como mi trasero se embarraban contra otras pieles, con partes de otros cuerpos que no alcanzaba a reconocer, podía ser la espalda, el trasero o los genitales de un desconocido, pero el roce continuo por supuesto que despertó mis hormonas tras haber estado en un prolongado letargo. 

Por fin llegué a la terraza, donde había sólo 2 chavitas que no podían tener más de 22 años, quienes estaban eufóricas y ni siquiera era la media noche. Por su manera de beber me di cuenta que eran casi primerizas en el esto de salir de antro, tomar unas copas y divertirte. No las juzgo, a esa edad casi todos confundimos una borrachera con diversión. A mis 40 años yo también buscaba diversión en ese lugar, pero de una manera muy distinta. 

Regresé a la barra donde Jorge y Amanda ya me llevaban ventaja con la bebida, por lo que en tres tragos casi los alcancé. Jorge me preguntó qué tal había estado mi recorrido, y le respondí que había más carnada para él que para cualquiera de nosotras. El volumen de la música era tan alto que apenas nos escuchábamos. 

Nos terminamos la primera copa y me auto asigné para ir por la segunda.

Si el lugar donde estábamos parados, para disfrutar de la noche, estaba saturado, la llegada al bar lo rebasaba por mucho. Literalmente era una batalla hombro contra hombro para llegar a la orilla y que pudieran atenderte. Por fin conseguí que uno de los cantineros me escuchara, y a los segundos de pedir mi orden una voz rasposa, casi ronca, susurró en mi oído.

–No eres de aquí, ¿verdad?

Mi primer instinto fue voltear, obvio, y me topé con su rostro, amable, sonriente. Su pelo entrecano lo hacía distinguirse del resto de la población del lugar, así como creo que yo me distinguía de entre las chamaquitas veinteañeras. Su sonrisa permanecía intacta, haciendo que sus ojos se hundieran más entre los párpados y los pómulos. No entiendo cómo pudo escucharme en medio de tanto ruido, pero sí había detectado mi acento, porque por apariencia jamás hubiera pensado que yo era extranjera. Devolviéndole la sonrisa le confirmé su teoría.

–Es un caos este lugar. 

–Sí lo ceo. No te puedes ni mover.

El cantinero llegó con mis bebidas.

–Ya casi me voy. Si quieres platicar voy a estar en la puerta.

¿Era una propuesta o una insinuación? La llegada de Jorge para ayudarme, me sacó de mis pensamientos, pero no consiguió que desviara la mirada de aquel hombre tan misterioso.

Llegamos a nuestro lugar y volteé a la puerta principal. En efecto, ahí estaba él observándome, analizándome, queriendo entender quién era Jorge en mi vida. Sacó una cajetilla de cigarros, me la mostró e inclinó la cabeza hacia la puerta, como indicándome que saldría a fumar. Tomé mi copa y les dije a mis amigos que iría a hacer lo mismo. Ninguno de los dos se percató de la existencia de mi ligue.

Cuando salí, él estaba esperándome con el encendedor y la cajetilla en las manos. Tomé un cigarro y de inmediato me lo encendió.

–Al fin un poco de paz, sin tanto ruido– me dijo encendiendo el suyo

–Sí, al menos aquí se puede platicar.

–¿Y de dónde eres?

–De México– yo también percibí su extraño acento, pero no me cruzó por la mente averiguar su origen.

–¿Y viniste de vacaciones?

–No, de trabajo.

–Vi que no estás sola, ¿con quién vienes?

–Ah, son dos amigos. Ellos sí vienen de vacaciones.

Hasta ese momento me percaté que su mirada estaba clavada en mi escote. No puedo negarlo, amo causar ese efecto en los hombres. Son pocos los que se han resistido a mirar descaradamente y con lujuria mis senos. Una de las cosas que más disfruto y que más me excita es ver cómo el deseo invade su rostro, como sus ojos se llenan de lascivia, los músculos de su rostro se contraen y los labios se destensan formando una pequeña abertura que permite escapar suspiros y gemidos. No necesité verme o buscar mi reflejo en algún sitio para saber que lo que más le llamaba la atención era poder ver, a través de la tela de mi vestido, la erección de mis pezones, los cuales siempre estaban dispuestos a ser admirados y devorados.

–¿Y tú, a qué te dedicas? – rompí el silencio y lo saqué de su abstracción.

–Manejo inversiones en el extranjero.

Le di un trago más a mi copa mientras asentía.

–¿No quieres que nos vayamos a otro lugar? Algo más tranquilo donde podamos platicar y estar a solas.

El cliché del cliché, pero su rapidez fue lo que llamó mi atención y de manera instintiva acepté.

–Sólo deja me termino mi copa, y le aviso a mis amigos.

–Está bien, te espero en la puerta. 

Regresamos al interior del antro, yo con una sonrisa pícara que tanto Jorge como Amanda distinguieron a la distancia. Mi voz interna me animaba a seguir con el plan y se reía entre divertida y nerviosa. No era la primera vez que aceptaba irme con un desconocido, y ya casi había olvidado lo excitante que era.

–¡Ah caray, ah caray! ¿Y esa sonrisita? –me preguntó Jorge adivinando la respuesta.

–Ya ligué

–¿A quién?

–A ese cuate que está en la entrada, y con su permiso me voy a coger. 

Los dos se quedaron impactados, sin saber qué decir o hacer. Yo tomé mi bolso y saqué las llaves del coche poniéndolas en la mano de Amanda.

–Te las dejo a ti porque sé que casi no vas a tomar. Nos vemos al rato en el hotel. 

–Pero… No, ¡espérate! ¿Cómo que te vas a ir con él? ¿Quién es?

–Se llama Octay, tiene 45 años y se dedica a hacer inversiones. Obvio no sé más, pero yo les aviso por mensaje qué onda. No se preocupen, yo sé lo que hao. Yo les voy diciendo qué va pasando. 

–¿Estás segura? –Jorge era el más asombrado de los dos, después de todo Amanda ya había presenciado algo similar en San Francisco. 

–Sí don’t worry.

Caminamos como dos cuadras hacia su auto, Octay me tenía tomada de la mano, como previendo que me fuera a arrepentir, y dejara de caminar a su lado. No sabía ni siquiera en qué dirección había quedado el antro, estaba intentando ubicarme cuando vi que desactivó la alarma y los seguros de un auto negro, a la distancia. Una vez que llegamos al coche, caballerosamente me abrió la puerta y la cerró en cuanto me acomodé en el asiento. Siempre he sido mala para distinguir los modelos de los carros, y más por dentro, pero si eso le sumamos el nerviosismo y la adrenalina que me estaban inundando, mucho menos pude darme cuenta en qué tipo, marca o modelo de coche estaba metida. Era como si la periferia de mi campo visual no existiera, mis ojos estaban clavados sólo en él, observando cada movimiento que hacía.

Una vez dentro del coche, se colocó el cinturón de seguridad, puso los seguros de manera automática y arrancó el motor. Estaba por hacerlo avanzar cuando sonó su celular, y esta vez en lugar de hablar en Inglés, empezó a hablar en un idioma completa y absolutamente desconocido para mí, por el acento podría ser cualquier lengua del este de Europa, pero yo no entendía una sola palabra. El pánico se apoderó de mí, discretamente intenté abrir la puerta, pero el seguro no lo permitió, Octay me miró fijamente

–Es un amigo, dice que si tu amiga no nos quiere acompañar. 

–No… No quiere.

Siguió con su conversación y mil ideas empezaron a cruzar por mi cabeza. ¿Qué tal que es un tratante de blancas? ¿Para qué quiere que venga Amanda? ¿A dónde me va a llevar? 

–Es que mi amigo quería ver si nos alcanzaba, claro siempre y cuando estuviera tu amiga, pero ya le dije que no. 

Mi sonrisa era más una mueca de nerviosismo que otra cosa. 

–¿En qué idioma estabas hablando?

–Turco. 

–¿Eres Turco?

–Sí, de Estambul. 

Turco, igual a terrorista, igual a alguien muy peligroso. 

–Estás nerviosa, el obvio… Si quieres, para que te sientas más segura, escríbeles a tus amigos, y dales mi dirección, para que sepan en dónde vas a estar. 

De alguna manera sus palabras me tranquilizaron un poco. 

–Además, donde yo vivo es uno de los lugares más seguros de todo Miami. Hay que pasar dos rejas de seguridad para poder entrar al estacionamiento.

–Sí, gracias… Sí les voy a decir porque sí están preocupados. 

Conforme me dictaba la dirección yo la transcribía en el chat de Jorge, diciéndole que si había algún problema le pondría sólo 911 o un 9 para que supieran que debían intervenir. 

Octay bajó las ventanillas del auto, y esa sensación de encierro y aprisionamiento desapareció de mi mente. Veía las calles y avenidas por donde circulábamos y eso también ayudó a que mi tensión bajara. Hasta ese momento me di cuenta que Octay manejaba un BMW.

Llegamos a un edificio cerca de un muelle, y como bien me lo había dicho, cruzamos dos rejas para que él pudiera accesar al estacionamiento. Subimos no sé cuántas rampas hasta que por fin se estacionó. Bajó del auto, volvió a abrirme la puerta, y me ayudó a bajar. Al tiempo que activaba la alarma con el control remoto, volvió a tomarme de la mano y caminamos hasta los elevadores. Yo sólo lo veía de reojo, sabía que él no dejaba de observarme. Yo seguía sus movimientos y su mano libre presionó el botón correspondiente al piso número 30.

–¿Vives en el piso 30?

–Sí… Y deja que veas la vista.

No soy fan de las alturas, de hecho, padezco de vértigo, pero una de mis grandes fantasías siempre fue tener relaciones sexuales en piso alto, cerca de la ventana, pensando que alguien nos podría estar observando.

Llegamos al departamento, mismo que estaba casi vacío. No había muebles, sólo uno que otro accesorio de cocina, y una cama matrimonial en una de las recámaras.

–¿Te acabas de cambiar?

–No… Tengo como 5 meses aquí.

Cinco meses y sin muebles… 

–Mira… 

Su mano me señaló un enorme ventanal, que abrió con una puerta corrediza y permitía el paso a una hermosa terraza, donde había dos o tres tumbonas. Quedé maravillada con la vista, el espacio y la sensación del viento en mi cara. Tal vez era por la altura del lugar, pero el aire corría como si estuviéramos en medio de un vendaval.

Recorrí el lugar embelesada por las luces de los edificios que se mostraban frente a nosotros, y también las de la ciudad. Fue cuando me di cuenta que el departamento estaba ubicado en una esquina del edificio, pues la terraza corría por el rededor del mismo y doblando en la esquina la vista cambiaba, desde ese ángulo se podía ver el muelle, los yates anclados y el mar. Estaba completamente extasiada.

No sé en qué momento Octay desapareció, pero regresó a mi lado con dos vasos que no sabía que contenían.

–¿Quieres?

–No gracias… Así estoy bien.

–¿Y bien…?

–Está hermoso… –dije recargándome en el barandal para seguir viendo aquella belleza.

Por fin hizo el primer movimiento, se colocó detrás de mí abrazándome por la cintura y hablándome al oído

–¿Vas a quedarte aquí toda la noche?

Debo reconocerlo, ese tipo de caricias siempre han sido mi debilidad, sentir las manos de un hombre abrazándome por la espalda y pegando su cuerpo al mío, siempre me han hecho ceder ante las circunstancias. 

–No… Pero me encanta… Además tengo una fantasía, que tal vez tú me puedas ayudar a cumplir

–¿Cuál?

–Hacer el amor en un lugar así… Abierto, en un piso alto y con el riesgo de que alguien pueda estarme observando… 

–¿De verdad no te importaría que alguien te pueda ver? No sé, alguien que tenga binoculares o telescopio en uno de esos edificios… Aquí son muy comunes por la vista. 

–No, a mí no me importa... ¿a ti sí?

–No… No los conozco, no me conocen, ¿por qué habría de importarme?

–Es lo mismo que yo pienso. 

Y sus manos se soltaron del freno que las había mantenido al margen tal vez por prudencia, o cautela. Su boca empezó a recorrer mi cuello mientras ellas trepaban ávidas a mis senos, los cuales apretaba y estrujaba con ansia, casi con desesperación. 

–Tenía tantas ganas de tocarlos… Son naturales…

–Cien por ciento

–Qué delicia… 

Su pene empezó a frotarse en medio de mis nalgas, dejándome sentir una erección casi completa que no tenía idea cuando había empezado a formarse. Sus manos bajaron por mi vientre, treparon por mis piernas debajo del vestido y una de ellas llegó al punto de ignición, mismo que estaba más que lubricado. Mi cuerpo había empezado a reaccionar desde que el extraño me invitó a salir del Bar. En el segundo en que me supe deseada, mis labios vaginales empezaron a humedecerse, al grado de tener casi inundada la prenda íntima en el momento en que Octay deslizó sus dedos entre mis muslos.

El deseo estallaba por cada poro de mi cuerpo. No sé cuántos pasos fueron pero llegamos a una de las tumbonas donde, en menos de 10 segundos, se deshizo de sus pantalones y lo que los acompañaba para sentarse en la orilla al tiempo que me jalaba para que yo me sentara en su regazo. Mis pantaletas habían quedado botadas en algún punto de la terraza, así que la punta de su pene resbalaba suavemente por en medio de mis labios sin penetrarlos todavía.

Hasta ese momento el faldón de mi vestido tapaba discretamente el movimiento que se estaba produciendo entre nuestras caderas. Yo podía sentir su piel dura patinando desde el nacimiento de mi clítoris hasta el punto final de mi vagina, en el lindero del siguiente orificio. Podía sentir como mis labios carnosos casi lo envolvían y lo bañaban de manera uniforme. Sin decir una sola palabra jaló mi vestido por los hombros para dejar mis senos al aire libre y expuestos a sus caricias bucales. Empecé a sentir que el resto de la ropa me quemaba, quería sentir la brisa fresca en toda mi piel, que me envolviera como sus labios lo hacían con mis pezones, y mis labios lo hacían con su hombría. Necesitaba sentir las caricias del aire a la par de las suyas. De eso se trataba todo aquello, de transformarme en una Lady Godiva cabalgando sobe un semental muy diferente.

En un momento que soltó mis pezones para tomar aire y disfrutarlos con la mirada y con sus manos, jalé mi vestido con un tirón para deshacerme de él junto con la lencería que seguía abrazada a mi torso. Octay sólo me miraba, no sé si asombrado o extrañado, permitiéndome arrancar su camisa sin importar cuántos botones cayeron al piso uniéndose a mi ropa. Lo único que sus labios pudieron expresar fue un ¡Wow! Que se perdió casi de inmediato con mi primer gemido. Al tiempo que lo despojé de la camisa, también lo empujé para que se recostara sobre la tumbona y yo pudiera de una vez por todas clavarme en aquella cimitarra que también ansiaba partirme en dos.

Empecé a cabalgar sobre su vientre, y así como el viento revolvía mi cabello, una marejada de pasión y deseo se apoderó de mi ser. En varias ocasiones había sentido una excitación enorme, pero esta fue muy distinta… Era como si el espíritu de la lujuria hubiera poseído mi cuerpo permitiéndome experimentar un éxtasis único, incomparable. El ritmo de mi cadera se empató con mis gemidos que eran cada vez más altos, más largos y profundos. Mi torso se arqueaba de tal manera que podía ver la inmensidad del cielo cubriéndome, y a cada una de las estrellas observando y siendo testigos de aquel encuentro desenfrenado.

Octay respondió a mis movimientos y mis ansias. Con una firmeza brutal jalaba mi cadera hacia su pubis haciéndome caer con rudeza y permitiendo que su pene llegara hasta lo más hondo de mis entrañas. Quería que yo siguiera disfrutando los orgasmos que parecían venir uno tras otro.

Su boca volvió a chupar mis tetas, a morderlas y jalarlas mientras uno de sus dedos se deslizó entre ambos pubis alcanzando mi clítoris para frotarlo con la misma fuerza y velocidad de mis brincos sobre su cuerpo.

La descarga eléctrica fue inmediata, la combinación de su boca, sus dedos, la fricción de su pene y aquella libertad majestuosa de mi piel y de mi cuerpo, me llevaron a un nuevo orgasmo que parecía infinito, y que iba a terminar conmigo en ese preciso momento. Todo mi ser estaba a punto de sucumbir en una explosión monumental.

Nos dejamos caer sobre la tumbona, él sobre el respaldo y yo sobre sus piernas, ya sin sentir el anclaje de su cuerpo. Mientras mi respiración y los latidos de mi corazón recuperaban su ritmo norma, mis ojos volvieron a perderse en las estrellas, y todo mi cuerpo sintió nuevamente la caricia del viento. Ahí pude percibir que fueron esas manos invisibles las que provocaron aquella lujuria incontenible, que acababa de vaciar sobre el turco. 



Share by: